Kraftwerk, Justice, Squarepusher y Four Tet triunfan en el desembarco del festival en América del Sur
Este fin de semana se ha celebrado la primera
edición de Sónar São Paulo con un balance altamente positivo: gran nivel
artístico, alta entrega del público y grandes perspectivas de
asentamiento y continuidad. El futuro ha llegado a Brasil. Estuvimos
allí y lo contamos.
Para ser recién nacido, Sónar São Paulo
nos ha salido crecidito este fin de semana. Fue, del mismo modo en que
volverá a suceder en Barcelona en su decimonovena edición, dentro de un
mes, un enorme videojuego de música, luz, tecnología, pasado y presente
en el que resulta muy difícil escoger pantalla. Un paseo por el limbo de
las fronteras del sonido que también São Paulo supo apreciar, aunque
por el momento de un modo más contenido y sosegado que sus primos
segundos de Barcelona. O bien fuera que la timidez de la primera vez, la
precaución de tomar contacto, frenara el desmadre, o bien que el
público brasileño tiene una concepción diferente al europeo del
festival.
Un festival en dos capítulos: si la jornada del viernes se concentró básicamente alrededor de la energía de unos gloriosos Kraftwerk
–que concentraron a todos los asistentes, dispersados al resto de
escenarios poco después–, la del sábado fue un vaivén de correteos
jugosa a la vez que llena de dilemas para los más eclécticos.
Kraftwerk deslumbraron a un público entregado y engafado –o
sea, con gafas puestas– con su espectáculo en 3D, hasta ahora sólo
presentado en el MoMA de Nueva York, y en el que recuperaron sus hits de
siempre con referencias a esos 70s y 80s en los que se empezaba a
vislumbrar un futuro imperio de la computación. Poco importaba que la
mayoría de los asistentes al concierto no hubieran nacido cuando se
empezaba a configurar el pop electrónico: Kraftwerk siempre resultan
reveladores y mágicos. El show fue extenso, configurado por 17 piezas de todas sus épocas –Ralf Hütter y sus músicos comenzaron con un bloque dedicado a “The Man Machine”, y concretamente con “The Robots”,
una canción que siempre acostumbraban a dejar para el final–, entre las
que no hubo espacio para sorpresas: todo clásicos –“Numbers”, “Computer
World”, “Autobahn”, “Tour De France”, “Computer Love”, “Radio
Activity”, “Trans-Europe Express”, “Music Non Stop”…– y todos con ese
sabor inconfundible de lo eterno.
Kraftwerk casi eclipsaron al resto
del cartel del viernes, pero un jovenzuelo –que podría ser su nieto–
dejó también una agradable sensación de futuro en los labios del
público. Orlando Higginbotton, nombre tras el que se esconde Totally Enormous Extinct Dinosaurs,
aportó un cierre dinámico, enérgico, hedonista hasta el límite, que
puede entenderse también como metáfora del vigor que mueve a la esta
gran urbe sudamericana, en la que parece que –tras la lejana aventura
del SónarSound de 2004– se ha consolidado un Sónar propio para muchos
años.
Porque si bien Sónar se
caracteriza por una apuesta internacional –y casi intercósmica–, cuidar
la escena local fue, de nuevo, una de las grandes preocupaciones de la
organización a la hora de configurar el cartel. Así, tuvimos actuaciones
como las de Criolo, tal vez el mayor fenómeno musical en auge de Brasil
con su apuesta de hip hop suave y respeto por la música de raíces
brasileña: fue de los primeros en ganarse al público. Más tarde vendría
Emicida, un rapero agresivo que usa sus letras para poner el ‘dedo en la
herida’, fragmento de una letra que hizo que dos días después del
concierto fuera detenido tras cantar en Belo Horizonte acusado de
“desacato a la autoridad” (la letra ataca, entre otras cuestiones, la
violencia policial en las favelas brasileñas). La electrónica selvática,
una especie de psicodelia digital, de Psilosamples y el pop electrónico
de Silva siguieron la estela verdeamarelha en los primeros
compases de la tarde de sábado. El gigante latinoamericano también tiene
hambre mundial en lo que respecta a la escena electrónica.
El festival también quiso que la escena catalana aportara algo al encuentro y escogió el rock experimental de Za!, con un flow que casa mucho con la escena brasileña (y que enamoró a los pocos espectadores que vieron el directo) y a John Talabot en funciones de DJ, que acabó congregando a un par de centenares de personas para degustar su refinamiento house.
Hubo mucho más, y no conviene olvidarse de estrellas como
Four Tet o
Flying Lotus,
que entregaron directos barrocos en los que se acumulaban las ideas a
presión, y que hicieron moverse a una masa entregada con sus armas más
bailables. También reinó el torrente de voz en clave de soul de Cee Lo
Green, que acabó de enganchar al público cuando se quedó en tirantes,
camiseta blanca, mostrando sin pudor sus kilos de grasa, resultó
fascinante el juego de efectos de agua e imágenes oníricas del dúo
formado por Alva Noto y Ryuichi Sakamoto, ideal para acompañar los
elegantes juegos de glitches y piano que se derivan de sus álbumes en
colaboración.
Squarepusher y
Mogwai
también concluyeron su aportación a Sónar São Paulo con sendos
triunfos: el primero tras su máscara, con un deslumbrante juego de
proyecciones y luces blancas escupiendo los breakbeats inclementes de
“Ufabulum”,
y los segundos llenando el hall –diez años después de su última
actuación en Brasil– con su ardiente rock experimental decorado por
bonitos paisajes urbanos en la pantalla.
Justice
fue el gran fenómeno de masas del sábado con su electrónica de
influencia rockera y esa imponente cruz luminosa entre altavoces
apilados a su alrededor, encajonando los hits de sus dos álbumes en una
especie de pandemónium ruidoso que hacía que los altavoces sudaran
grasa.
Y si todo esto no era suficiente, la experiencia Sónar se completó
con continuos pases de documentales musicales –sobre el origen del
house,
“High On Hope”, que ya triunfó en el pasado
In-Edit, o sobre Steve Reich–. Una experiencia, en fin, que fue mucho
más allá de la música, con la vista puesta en convertirse en una
referencia latinoamericana como el Sónar de Barcelona ya lo es en
Europa. Si quieren crecer, el mastodóntico espacio del parque Anhumbi
donde se celebró el evento tiene espacio de sobras para ello. Tomarse un
zumo de piña con jengibre en el barrio japonés de São Paulo resume muy
bien el sabor y la experiencia cultural del Sónar, así como la sacudida
cultural que late en los subsuelos de la escena musical de la gran urbe.
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